Un día lluvioso, sin nada que hacer, salvo recoger los pedacitos de papel
de mi escritorio, me doy cuenta de que me siento sola. Paseo por mi habitación,
intentando descubrir, cómo compartir con mis amigos, aquellos a los que casi no
veo, mis sentimientos, mis momentos de alegría e incluso los difíciles momentos
que he pasado añorando mi tierra, aquella que me vio crecer, enamorarme como
nunca lo había hecho antes, esa tierra que huele a vino, que siento tan dentro
de mi como el único lugar conocido, esa tierra que vaya donde vaya me seguirá
en el camino.
Me levanto de la silla y abro un armario, donde guardo para ocasiones
especiales, acostado, dormido, una porción de mi tierra envasada al vacío.
Tinto para recordar mis experiencias
pasadas, para penetrar en mis lugares favoritos, aquel que vino, aquel que
nunca me dejará, aquel que aunque por un momento quiera olvidarme de él,
siempre estará conmigo.
Al descorchar el vidrio, siento el
olor a mi pueblo, que evoca en mí los recuerdos que tengo de él, aquellos que
parecían tan lejanos, y que la simple esencia despierta en mí el deseo de
volver. Elijo bien la copa, frágil el cuerpo más fuerte el aroma, para
acariciar así, un pedacito de mi historia.
Saboreo el vino, rojo como la sangre, recordando los esfuerzos realizados
hasta el presente, tan lejos de los míos, pero a la vez tan cerca de ellos. A
medida que tiño mis labios, mi memoria despierta, recordando los buenos
momentos vividos, las ilusiones y los fracasos que obtuvimos.
Quizá recordar lo vivido, quizá sentir las raíces que fuertemente se
agarran a mi tierra, quizá extender el tinte por mi garganta, hace que por un
instante no me sienta sola, sino acompañada de mis seres queridos, aquellos a
los que casi no veo, y que siempre llevaré conmigo.